21.10.13

UN NIÑO EN UNA CALLE DE SEVILLA

Manuel Chaves Nogales

Helen Levitt. New York, ca. 1940.






































Juan es un niño atónito, que cuando asoma por las tardes al portal de su casa con el babadero recosido y limpio, llevando en las manecitas la onza de chocolate y el canto de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar al arroyo. Cuando, al fin, se lanza a la aventura de la calle, lo hace tímidamente, pegándose a las paredes, con la cabeza gacha, la mirada al sesgo, callado, paradito, atónito.

 Juan es muy poquita cosa, y la calle, en cambio, es demasiado grande, tumultuosa y varia. Es una calle tan grande y tan varia como el mundo. Es una calle tan grande y tan varia como el mundo. Juan no lo sabe, pero la verdad es que él quisiera callejear libremente, ser amo de la calle es tan difícil como ser amo del mundo. Los niños que no se asustan en una calle como aquella y a fuerza de heroísmo la dominan, podrán dominar el mundo cualquier día. En todo el día no hay más de lo que hay en aquella calle de Juan; ni más confusión, ni peores enemigos, ni peligros más ciertos.

Vive Juan en una casa de la calle Ancha de la Feria –la casa señalada con el número 72–, en la que ha nacido. Nacer en la calle Ancha de la Feria y encararse con la humanidad que hierve en ella apenas se ha cansado uno de andar a gatas y se ha levantado de manos para afrontar la vida a pecho descubierto, es una empresa heroica, que imprime carácter y tiene una importancia extraordinaria para el resto de la vida, porque súbitamente la calle ha dado al neófito una síntesis perfecta del Universo. Los sevillanos, que son muy vanidosos, advierten la importancia que tiene esto de haber nacido en la calle Ancha de la Feria y lo exaltan. Es algo tan decisivo como debió de serlo nacer en Atica o entre los bárbaros. Lo que no saben los sevillanos –y si se les dijese no lo creerían– es que tan importante como haber nacido en la calle Ancha de la Feria es nacer en cualquiera de las quince o veinte calles semejantes –no son más– que hay por el mundo. Calles así hay en París, en los alrededores de Les Halles, en cuatro o cinco ciudades de Italia, sobre todo en Nápoles, y aún en Moscú, allá por el mercado de Smolensk. Hasta quince o veinte en el vasto mundo. Aunque los sevillanos no quieran creerlo.

Estas calles privilegiadas son el ambiente propicio para la formación de la personalidad, el clima adecuado para la producción del hombre, tal como el hombre debe ser. Son esas calles que milagrosamente llevan varios siglos de vida intensa, sin que el volumen de su pasado las haya envejecido; son viejas y no lo parecen; sin que se les haya olvidado nada, viven una vida actual febril y auténtica, vibrando con la inquietud de todas las horas; en cada generación se renuevan de manera invisible y naturalísima: a las tapias del convento suceden los paredones de la fábrica, el talabartero deja su hueco al stockista de Ford o Citröen, en el corralón de las viejas posadas ponen cinematógrafos y por la calzada donde antes saltaban las carretelas zigzaguean los taxímetros.

Esta evolución constante les da una apariencia caótica por el choque perenne de los anacronismos y los contrasentidos. Ya ha surgido el gran edificio de las pañerías inglesas, y aún hay al lado un ropavejero; todavía no se ha ido el memorialista y ya está allí empujándole a morirse la cabina de teléfono público; junto a la Hermandad del Santísimo Cristo de las Llagas está el local del sindicato marxista; aún no se ha arruinado del todo el señorito terrateniente y ya quieren comprarle la casa para edificar la sucursal de un banco; los quincalleros, con sus puestecillos ambulantes, disputan la calzada a los raíles del tranvía; los carros de los entradores del mercado llevan su paso moroso a los automóviles que vienen detrás bocineándoles inútilmente; los pajariteros tapan las bocacalles con sus murallas de jaulas; tapizan las aceras los vendedores de estampas y libreros de viejo; los taberneros sacan a la calle sus veladores de mármol y sus sillas de tijera; en las esquinas hay grupos de campesinos y albañiles sin trabajo que toman desesperadamente el sol, y mocitos gandules y achulados que beben vasos de café y coitas de aguardiente; los chicos se pegan y apedrean en bandadas, gruñen las viejas, presumen las mozuelas, discuten las comadres, los perros merodean a la puerta de las carnicerías y el agua sucia y maloliente corre en regatos por el arroyo. Todo está allí vivo, palpitante, naciendo muriendo simultáneamente. Y así, en Sevilla como en París y en Nápoles y en Moscú.

"La calle es una buena síntesis del mundo. Lo que intuitivamente aprende el niño que se ha criado en su ámbito tumultuoso tardarán mucho tiempo en aprenderlo los niños que esperan a ser mayores en la desolación de los arrabales recientes o en el fondo de los viajes parques solitarios."
Juan Belmonte, matador de toros (1970). Alianza. Madrid, 1995.

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