21.10.13

LO HUMILDE Y LO SUBLIME: APOLOGÍA DE LOS CARAMELOS

Juan Antonio González Iglesias


Gabriel Orozco. Isla dentro de la isla.
Sorprende ver que muchos liberales y progresistas funcionan en estética como verdaderos conservadores, cuando no como auténticos reaccionarios. No ocultan su suspicacia ante cualquier otra fórmula que no se atenga al canon tradicional de las Bellas Artes. Lo que no puede ser –afirman– es que la manoseada posmodernidad proponga como lema el “todo vale”, y que cualquiera pueda hacer una obra de arte. En el fondo de esa actitud asoma la legítima desconfianza de la razón ilustrada frente al Romanticismo y después frente a las Vanguardias. Muy en el fondo, es la desconfianza de los apolíneos frente al retorno incesante de la irracionalidad dionisíaca. Mi apología va a intentar demostrar que en gran medida esa desconfianza (que les niega un conocimiento y un placer estético de primera calidad) no tiene sentido hoy.

¿Cuál es el paisaje después de las batallas? Resistente a los intentos de dinamitarlo, sigue en pie el sublime palacio de las Bellas Artes, con todas sus estancias. Pero lo rodea un bosque infinito, sin fronteras, sin géneros, sin jerarquías, llamado arte. Con una minúscula que resulta menos pretenciosa y de mayor alcance. En esa minúscula inmensa, ¿todo vale? Como propuesta, sí. Que otros decidan después. En principio, ningún material, ningún formato, ninguna persona puede ser excluida porque no se atenga a lo que hubo en el pasado. “Amo todas las formas y toda la belleza”, escribió Nijinsky.

Para sustentar mi apología he elegido a uno de los mejores artistas del siglo XX: Félix González-Torres, norteamericano de origen cubano (1957-1966). Una de sus obras más bellas es una instalación que consiste en dos relojes de pared, circulares y simples, como los que se encuentran en cualquier oficina. Marcan la misma hora. Pasarían desapercibidos, a no ser por algo raro, que los sustrae por exceso a su función común: son dos y están juntos. Es Untitled (PerfectLovers), de 1991. Son (eran) el artista y su compañero. Simbolizaba la igualdad de sexo entre los dos enamorados, aunque eso era secundario, y podían retratar a cualquier pareja de amantes perfectos. Lo importante es que, por muy sincrónicos que fueran, nunca marcarían exactamente la misma hora. Y sus pilas no se acabarían a la vez. Uno de ellos se detendría antes. Esa instalación, tan simple, con materiales tan humildes, era y sigue siendo una inmensa declaración de color, de amor y de ternura. Para colgar dos relojes circulares en una pared habían tenido que pasar muchas cosas en la historia del arte del siglo XX. Vanguardias, abstracto, arte povera, arte pop. Previamente, una implicación tan grande del yo que sufre y que ama no podría haberse dado sin el romanticismo. Pero la humanidad colmada del poeta (a estas alturas nadie discutirá que ése es el nombre que merece este artista) está en la más pura tradición clásica. ¿Cuál es el dolor que proclama? De manera general, el de la muerte. En los relojes clásicos se leía (referido a las horas): “Todas hieren, la última mata”. Ovidio en las Metamorfosis narra cómo una pareja de amantes perfectos pidió a los dioses un solo deseo: “Morir los dos a la vez”. González-Torres se angustiaba porque eso no fuera a cumplirse. La instalación fue profética y sigue siendo elegíaca.

Imagino lo que alguno de estos refractarios diría si viera varios montones de caramelos tirados en el suelo. González-Torres logró en ellos unas cimas humildes del arte contemporáneo. Varias de estas instalaciones son retratos: consisten en un número indeterminado de caramelos, con el mismo peso de la persona retratada. Uno no sabe si es mayor la belleza conceptual o la formal. En un rincón de una casa o de un museo, uno puede encontrarse una pequeña montaña resplandeciente (azul, blanca, plateada, o multicolor como una fiesta). Los envoltorios de celofán tienen un cromatismo comparable al de las pinceladas o las teselas. En uno de los retratos, cada envoltorio azul lleva escrita la palabra Pasión. El más logrado a mi juicio es Loverboy, de 1991, otro retrato del artista y su amado, con su peso conjunto. ¿Es el grado máximo de abstracción o el de concreción? Aquí el arte llega a unos extremos comunicativos que sólo se habían conseguido en la comunión del rito católico. Aceptada la metáfora que hace del montón de caramelos en un cuerpo (o dos cuerpos entrelazados de manera casi molecular, por células, por partículas), el espectador deja de ser el que mira. Puede tomar los caramelos, llevárselos y saborearlos. Corresponde a la institución o al propietario reponer ese peso ideal. Las partículas físicas (de color, sabor, peso y cuerpo) son metafóricas, átomos simbólicos que el artista y el receptor manejan según sus preferencias, hasta el punto de hacerlos cuerpo de su cuerpo. Hay otras instalaciones de caramelos a las que González-Torres dio un significado político o moral, vinculado con reinvidicaciones homosexuales o pacifistas. En los autorretratos en pareja el artista consiguió una comunicación amorosa e íntima con las personas que se acercaban a su obra. Así salvó las limitaciones que el sida le imponía. La obra de arte no sólo vence al olvido y la muerte, sino que ya entonces venció a la enfermedad que marginaba al artista. Algunos pondrán en cuestión esas victorias acusando, una vez más, a las instalaciones de arte efímero, como si no hubiera existido el barroco y su arquitecturas perecederas que pasaron dejando una memoria gloriosa. Cuando el arte contemporáneo se abre a lo efímero, está ajustándose a la escala humana, en el tiempo y en el espacio. En el arte clásico (en el que incluyo al romántico) había una constante aspiración a lo sublime. Un montón de caramelos son un material pobre. Vienen de un universo infantil. Que su semejanza con el retratado se base en el peso es quizá demasiado corporal para los amantes del intelecto puro. Acumular caramelos es un acto humilde. Por derivar de humus, humilde es lo que está a ras de tierra. Félix González-Torres ponía estas instalaciones directamente sobre el suelo. En el arte clásico había siempre un punto pretencioso. “He levantado un monumento que durará más que el bronce”, escribió Horacio. Aquí no hay bronce, ni granito, ni hormigón. Ni siquiera hay estatuas y menos peana (como reivindicaba Álvaro García para su poesía en La Generación del 99).

Sería una pena que las formas más recientes del arte contemporáneo se desgastaran en querellas que son de otros siglos: antiguos contra modernos en el XVIII; románticos contra clásicos en el XIX; vanguardia contra tradición; figurativo contra abstracto en el XX. De las más recientes, sabemos que enmascaraban luchas por el poder o por el dinero, dos valores que no son los del artista. Las otras han sido subsumidas en una tradición común. Los retratos de caramelos, o los relojes, ¿son de arte figurativo o abstracto? ¿Vanguardia o tradición? ¿Es clásico o romántico? Las viejas preguntas han dejado de ser pertinentes. Es todo eso a la vez. El hombre de letras, no puede cerrar sus ojos a estos lenguajes, como si no estuviera adiestrado en el arte de la metáfora. Como en el Renacimiento, vivimos asediados por emblemas morales, por enigmas, por conceptos. Eso son estos caramelos, lleven o no inscrita la palabra pasión, y eso son los relojes. Es una muestra del vigor de la tradición clásica. Una vez más hay que decir que en arte tradición no significa conservadurismo. Un montón de caramelos en el suelo, como retrato de una persona: ¿cualquiera puede hacerlo? Claro que sí. Puede hacerlo cualquiera que sea capaz de realizar una operación metafórica de esa envergadura. El oficio y la destreza para la que debe estar preparado un artista es la metáfora. Lo sublime puede decirse mediante lo humilde, tampoco eso es noticia (que Dios se hiciera niño y naciera en un pesebre fue el fundamento teórico para que el cristianismo primitivo trastornara la literatura y el arte clásicos, como ya demostró Auerbach).

Nada incomoda más a los aristócratas y a los burgueses del arte que la aventura democrática de algunas propuestas artísticas. Octavio Paz (el mejor Octavio Paz) dijo que en el universo sólo existe una unión comparable a la que se da entre la metáfora y su objeto: la que enlaza a los amantes en el abrazo absoluto. Cualquiera puede hacer una obra de arte porque cualquiera es capaz de amar, así de simple. Y concluyo: en un libro recién publicado, Nevada, encuentro un poema dedicado a la memoria de Félix González-Torres. Es de Julián Rodríguez, un poeta joven, novelista y buen conocedor de la estética. El poema se titula Futuro. Por algo será.

ABC Cultural. 10 de febrero de 2001.

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